La chica del abrigo rojo. (Versión libre del famoso cuento Caperucita Roja)

La niña avanzaba por el paraje, ataviada sólo con su abrigo rojo, el cual la protegía de la prominente lluvia que acababa de empezar a caer.
En esa época de principios de invierno no eran muchos los peregrinos que se encontraba por el camino que con su bordón y viera se adentraban en las profundidades de uno mismo para encontrarse con el apóstol y tener algo de tranquilidad que le ordenara sus vidas.

Su padre regentaba un refugio privado a las afueras de Portomarín donde además de cobijo daban al fatigado caminante algo de caldo y agua.
El negocio familiar no estaba en su mejor momento debido a que cada vez se veían menos peregrinos por allí. Tan sólo en los meses de verano parecía remontar algo.

Una brisa de aire frío la empezó a sobrecoger, así que se abrochó el abrigo y se agarró a las asas de la mochila que llevaba colgada en su espalda.

Los cinco kilómetros que separaban su casa de la de su abuela les eran familiares. Cada piedra, cada árbol, cada poste con la característica flecha amarilla que orientaba a la catedral de Santiago las conocía como si fueran amigas de toda la vida. Y es que a sus dieciséis años ya había recorrido ese camino infinidad de veces, la mayoría acompañada de su padre.

Esa mañana iba sola, su padre debía quedarse a preparar el desayuno a un grupo de chavales que habían pedido cobijo la noche anterior. Parecían educados y atractivos según observó la niña. Habían empezado la ruta en Roncesvalles en bicicleta según les contó uno de ellos.

Sus auriculares sonaban a toda pastilla, razón por la que seguramente no escuchó el crujir de unas ramas detrás suya.
Seguía caminando por el camino cuando notó que una mano le agarraba por el hombro. Asustada se giró.
Los ojos de la chica se quedaron clavados en los de el. Era unos de los chicos del albergue.

   -¿Qué haces aquí sola?. Una chica tan guapa como tu no debe andar sin compañía.

La mirada del muchacho parecía como pérdida, mientras que su rostro reflejaba tranquilidad. Era atractivo, moreno con los ojos claros.
Aunque hacia frío iba con una camiseta de mangas cortas que le quedaba ajustada, mostrando unos biceps desarrollados . Quizás la estética era más por esa razón que por el calor, pensó ella. En el antebrazo un tatuaje de un lobo asomaba como queriendo morder.
   -Voy a casa de mi abuela.
   -¿Tan lejos vive ella?.
   -Realmente no vive tan lejos, si contamos que en coche se tarda quince minutos en llegar por la carretera.
   -Ya, pero vas andado, no en coche. – los ojos del muchacho la miraron de arriba abajo.
   -¿Qué miras? – cortó la chica que se sintió algo incómoda.
   -No pienses mal de mi mujer. Estaba viendo que estas en forma y que para ti no será  tan difícil llegar. El pueblo más cercano está  a algo menos de cinco kilómetros. Si quieres te llevo en la bici.
   -No, déjalo. No hace falta. Gracias de todas maneras.
   -Y tú abuelo.. ¿vive aún?.
   -Murió el año pasado – la mirada de la chica bajó momentáneamente – mi abuela vive sola, además no tiene vecinos alrededor en dos kilómetros. Es la primera casa del pueblo. Mi abuelo tenía allí un bar y arriba su casa.
   -Pobre.. Bueno si no quieres que te lleve no pasa nada. Nos veremos en el albergue luego. Que te vaya bien la mañana.
   -Gracias, igualmente.
   -Por cierto, no recuerdo tu nombre.
   -Tampoco te lo dije…

El muchacho se daba cuenta que su presencia importunaba a la chica. Le contestó con una sonrisa mientras se montaba en la bici y se marchaba por el camino que antes había recorrido.

   -Menudo personaje – murmuró mientras se volvía a poner los auriculares.

El resto del camino lo hizo sin más interrupciones. Deseaba llegar antes que la tormenta se desatarse por completo. El no llevarse paraguas era todo un despiste. Las frías gotas caían con más fuerzas.
Respiró aliviada cuando vio una edificación antigua, con dos puertas de acceso. En una, clausurada ya, se podía leer aún: Bar Chanquete, especialidad en bocadillos y tapas.  El letrero estaba negro por la corrupción del tiempo .

Apresuró la marcha para llegar ya que la lluvia estaba empezando a apretar. No le prestó mucha importancia al hecho de que la puerta estuviera entreabierta ya que su abuela la estaba esperando. Tampoco vio aparcada en un árbol tres bicicletas.

   -¡Yaya!.. Ya estoy aquí – gritó mientras subía por las escaleras.

Al poco ya estaba en el piso superior. Estaba todo ordenado con el olor característico a cerrado o a que desprenden los libros antiguos al ser abiertos.
En la cama estaba su abuela, con la mirada pérdida.

   -¿Yaya, estas bien?.. la chica estaba empezando a preocuparse.
   -Si.. No es nada.. sólo me duele un poco la cabeza hija – la abuela miraba hacia un pasillo que daba a la derecha.
   -Te noto rara. Llamaré a papá para que te lleve al médico – dijo sacando el móvil de la mochila.
   -No déjalo.  No le preocupes. Estoy bien.

La mirada de la anciana parecía como suplicando algo a alguien imaginario.
Marcó el teléfono de su padre y esperó pacientemente que este lo cogiera.  Nadie desde la otra línea contestaba. Probó por llamar al fijo con el mismo resultado.

   -Estará liado. Tenemos gente en el albergue. ¿Te puedes levantar?
   -Estoy mejor asi. Vete a la farmacia por algo. Rápido.

Un sonido proveniente del salón sobresaltó a la chica.

   -¿Qué fue ese ruido? – dijo dirigiéndose hacia el pasillo.

Cuando estaba a punto de meterse por el oscuro pasillo apareció corriendo Atila , el gato de su abuela.

   -Vaya susto que me has dado gato – dijo dando de nuevo la vuelta hacia su abuela.
   -Hazme caso hija. Es mejor que vayas a la farmacia a por algo.
   -Pero dime antes como te sientes. Necesito saber que decirle al farmacéutico.
   -Sólo dile que me encuentro mal… y que venga con ayuda – esto último lo dijo con un susurro casi imperceptible.
   -Yaya, te noto los ojos muy abiertos.
   -Son para ver mejor a mi nieta.
   -Pero si no dejas de mirar al pasillo. En serio que me estás preocupando.
   -Es para oirte mejor. Ya sabes que a mi edad los sentidos fallan. Además huelo por si me he dejado el gas abierto. Estoy ya algo despistada.
   -Yaya, te noto muy rara. ¿Quieres que llame a una ambulancia?
   -No, llama a la Guardia Civil..- lo dijo en un tono demasiado bajo para ser oído por nadie.
   -No me he enterado de lo último Yaya. Dímelo más fuerte. ¿te duele la boca por la dentadura?.

No hubo tiempo de respuesta. Del pasillo salieron tres chicos, todos huéspedes del albergue del padre. Uno de ellos era el joven que la había parado en el camino antes. Portaba un cuchillo grande de cocina.

   -¿Qué queréis? ¿Qué hacéis aquí?- preguntó temerosa la chica que se abrazaba a la abuela.
   -Venimos a divertirnos un poco.
   -A comerte por partes empezando por los pies. Te gustará- dijo otro
   -Nos pedirás que no paremos ya verás.
   -Dejad que se vaya. Hacedme lo que queráis a mi pero dejad que la niña se vaya. Os lo suplico – la abuela ya se había incorporado.
   -¿Y que quieres que hagamos contigo vieja?. Lo que tenemos pensado es para tu nieta y nosotros tres.
   -La trataremos bien. Ella sólo tiene que tumbarse y nosotros hacemos el resto.
   -Venga.. Quítate ese abrigo rojo que llevas.

La chica se aferraba asustada a su abuela. No sabía que hacer. No tenía fuerzas para enfrentarse a ellos, además de estar armados eran tres y más fuertes que ellas dos.
La sola idea de ser violada por lo tres la paralizó y sacando todo el aire de sus pulmones gritó con fuerzas.

   -¡Ayuda!..¡Socorro!.

El chico del cuchillo se empezó a reír, actitud que fue luego repetida por los otros dos. La chica no dejaba de gritar.

   -¿De verás crees que alguien te escuchará?. Tu misma dijistes que no hay nadie.

Los tres se abalanzaron sobre la chica y su abuela y empezaron a golpearla.

   -Será mejor que no te resistas. Hazme caso.

La chica se protegía como podía e intentaba parar con su cuerpo los golpes que le daban a su abuela, la cual intentaba protegerla a ella también. Aún así no dejaba de gritar con fuerzas.

   -Nadie te ayudará idiota- dijo mientras lanzaba el abrigo que le habían conseguido quitar a base de puñetazos.

   -Te equivocas.. ¡levantad las manos!.

La voz provenía de la puerta. Una pareja de la Guardia Civil, pistola en mano, les daba el alto.
El del cuchillo se tiró encima de uno de los agentes cuando se escuchó el sonido sordo de un disparo.
Todo fue muy rápido, del disparo inicial le siguieron dos más que impactaron todos en el del joven del cuchillo. Los otros intentaron escapar pero fueron interceptados por otra patrulla que acababa de llegar al lugar de los hechos.

En el suelo, el cuerpo inmóvil del chico descansaba en un gran charco de sangre. El lobo de su brazo estaba siendo tapado por el rojo carmesí que brotaba del cuello. Todo había acabado.

La chica se abrazó a uno de los agentes que milagrosamente estaba allí. Ella se preguntaba como la casualidad había conducido allí a la Guardia Civil. El agente con un nudo de garganta la abrazó.

Al día siguiente los periódicos de la zona daban eco a la noticia:

“Posadero muere a manos de unos peregrinos. El dueño del establecimiento encontró a los jóvenes consumiendo droga y les pidió que se fueran. Ante la negativa de estos a abandonar el local, el propietario, llamó a la Guardia Civil. Fue su última llamada, ya que cuando llegó el Instituto armado encontraron su cadáver tirado en el suelo.
Rápidamente la Guardia Civil montó un operativo de búsqueda por los alrededores y fueron encontrados en una casa cercana. Uno de los agresores falleció a causa de un tiroteo con los agentes mientras que los otros dos están en los calabozos a la espera de una resolución judicial.. “

Manuel López Hueso

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