Olor a incienso (artículo de opinión)

Andando con el gentío propio de una ciudad como Sevilla, mientras sorteo una familia con un carrito de bebé, que me miran como si me conocieran de algo, me tropiezo, casi por casualidad, con una pequeña tienda donde venden incienso de todo tipo y colores. Los hay desde el típico «Cofrade», hasta de alguna hermandad en concreto, o hindú. La pequeña tienda está abarrotada de gente. Me abro paso hasta la encimera que, sirviendo de mostrador al público, tiene puesto por toda la mesa incensarios y una variedad variopinta de esa resina aromática cuyo olor inunda toda la calle.

Por uno de esos incensarios, que recrea fielmente una de las chimeneas de la cartuja sevillana, que antaño sería el Monasterio de Santa María de las Nieves donde se alojaría un desconocido Cristóbal Colón en su día, sale un hilo blanquecino con olor a canela mezclado con tomillo o alguna especia similar que me transporta de lleno a la semana más grande que tienen los sevillanos, con permiso de la feria de abril.

Sea producto del «colocón» del incienso o no, mi mente abandona por unos instantes ese humilde comercio y me traslada de lleno a la semana grande de un cofrade. Comentar que, los que me conocen saben que yo de Cofrade tengo lo mismo que de ingeniero agrónomo, pero no deja de, culturalmente hablando y espiritualmente, parecerme una semana donde los sentimientos afloran los sentidos.

Estoy de acuerdo en quienes afirman que en ese mundo existe un postureo sevillano, donde ellos, con traje de chaqueta que solo se ponen para la boda de su compadre que lucen a juego con unas patillas largas, o ellas, peinetas en una cabellera arreglada con laca, el Jueves Santo, lucen palmito por las callejuelas buscando algún templo donde ponerse, previo «donativo», el alfiler en la solapa de la chaqueta. Sin olvidar cuando una hermandad recorre las calles y la multitud no cesa de hablar, fumar, comer pipas o incluso pelearse.

Aun así hay otro sentimiento detrás que va intrínseco con el mundo cofrade. Para alguien que no conoce nada, o casi nada de las hermandades, es normal pensar que solo se reúnen el día en que su hermandad hace estación de penitencia, y no es así. La vida en hermandad es algo más que el salir un solo día. Reuniones, formación y caridad proliferan en cada una de las hermandades de la ciudad y pueblos.

Para ser francos, debo primero ser sincero. Estoy escribiendo este artículo semana y media antes que lo leáis. A estas horas ya habrán salido las hermandades del Domingo de Ramos, que si el tiempo da una tregua, habrá reunido a miles de sevillanos, y personas de fuera, bajo un sol abrasador mientras habéis esperado horas a la llegada de los ciriales. Muchos habrán hecho fotos, otros habrán guardado en sus retinas ese instante. Hay quienes dicen que para qué hacer fotos si es la misma talla que la del año pasado, y aquí discrepo. La talla, quitando elementos artísticos, la observas de una forma u otra distinta, según como estés en ese momento. Y es que un año y otro no son tan solo 365 días de diferencia, sino todo un estado físico—emocional.

Volviendo a esta semana que estaréis viviendo, también habrá quienes le dé igual las hermandades y el sonido de personas bajo su portal, o el no poder aparcar en tu trabajo y hogar que dará lugar a motivos de discordias. Y es que nunca llueve a gustos de todo. Imagino que los que vivan en los alrededores del descampado donde todos los años ponen la Feria también estarán pensando lo mismo.

Supongo también, que a la hora de la publicación de este artículo habréis vestido a vuestro hijo con ropa nueva y zapatos blancos, que les hacen unas rozaduras mortales, para que vean la hermandad de los niños, más conocida como la Borriquita, que abre la semana.

Nos solemos poner nuestras mejores galas, a veces de estreno, sin pensar en que a Jesús eso le hubiera dado igual. De hecho pienso que hasta las mismas hermandades le hubiera dado igual. ¿De qué sirve llenar las calles de Sevilla cuando luego las parroquias están vacías de lunes a domingos? Muchas veces me he preguntado en si las personas que se agolpan ante la llegada de una hermandad saben algo, o han leído algo sobre las escrituras que reflejan la vida de aquel Galileo que están viendo representado de la mano de maestros imagineros.

Cuando empezaron a salir a la calle, las primeras tallas tenía más un fin evangelizador que lo que hoy tienen. Daos cuenta de que antes del Concilio Vaticano II las misas eran tridentinas, en latín y de espalda al pópulo. La gente asistía a las eucaristías más por tradición que por entendimiento. Hubo incluso años en esta querida España donde era de obligación más bien, no vaya a ser que fulano, el de la panadería, les diera el «chivatazo».

El fin era claro, el recrear la pasión y muerte de Jesús de Nazaret. Hoy, siendo la misma tónica, existe rivalidad entre una determinada virgen y otra, o entre un Cristo u otro, como si hubieran existido más de un Jesús de Nazaret, o más de una María.

Como digo, para el no entendido, y creedme que yo estoy en ese grupo, todo lo que he expuesto es el pensamiento general. Pero como afirmo, el mundo cofrade tiene más de caridad que de postureo. Desde bolsas de caridad, hasta pasando por letrados que, de forma altruista, ayudan a ex-convictos a arreglar sus papeles después de un tiempo en la sombra.

Y es que, no es oro todo lo que reluce.

Un mareo en mi interior me hace abandonar la semana grande, donde el azahar se une con la cera pegada en las aceras, con ese bello ruido del roce de las zapatillas de esparto de costaleros que hacen «caminar» a la hermandad que, acompañada de nazarenos de todos los colores, avanzan con solemnidad sobre un sol achicharrante donde esperan cientos, o miles tal vez, de personas de todas las nacionalidades, que entonan todos la música del murmullo con el sonido del mascar de pipas de girasol, la llegada de esa talla que llena tantos corazones.

El rostro de alguna virgen, o Jesús, bellamente acabada por las manos maestras de genios, en algunos casos, del barroco, que mira con extremada dulzura al afligido que lo observa como quien mira a un padre, tal vez con la esperanza que la suerte le sea cambiada, o que tal enfermedad, tanto propia como ajena de un ser querido, desaparezca, o como mera obra de arte expuesta en el museo más grande que existe, la calle.

Ya estoy de nuevo en la tienda, pálido como una pared andaluza, viendo como el suave hilillo de humo sale por el recipiente.

Curiosa droga esa la del Incienso.



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